Espacio público y el paisaje urbano de la periferia nororiente de la Ciudad de México: una mirada desde la Línea B del metro
noviembre 23, 2022Resistamos a la Ciudad Mercancía
diciembre 27, 2022De burbujas, rascacielos y luchas por el espacio: crónica de la inauguración de Mítikah
Víctor Javier Novoa Gutiérrez[1]
El viernes 23 de septiembre, en el linde de las alcaldías Benito Juárez y Coyoacán, se dio el paso de antorcha de un tipo de enclave de consumismo a otro. La plaza comercial Centro Coyoacán, abierta al público en los años ochenta, cerraba sus puertas y las abría Mítikah, el centro comercial aledaño al rascacielos del mismo nombre y parte de un proyecto urbanístico que contempla un hospital privado, un hotel, torres departamentales y oficinas. El cascarón de la antigua plaza de dos niveles aparecía diminuta e insignificante frente a su sustituto de 5 niveles y más de 120,000 metros cuadrados (mxcity, 2022)2. En una suerte de pulcritud arquitectónica, los altos techos cristalinos dejaban entrar gran cantidad de luz que iluminaba los ya artificialmente iluminados locales comerciales, tanto los ocupados por marcas de renombre como los que aún esperaban ser llenados por otras de ellas.
La gente pululaba en el recién inaugurado centro comercial amenizado por música, caminando entre aparadores, estatuas de animales y algunas que hacían referencia, de manera forzada y mercantilizada, a partes del pasado prehispánico de México. En la planta baja, caminaban a los costados de una jardinera que divide el pasillo en dos y en la cual hay máquinas de burbujas que llovían cerca de los transeúntes. Se formaba una escena de estilo de un promocional televisivo, como si esa pulcritud arquitectónica se reprodujera en todo el espacio, dando lugar a una felicidad que se vivía entre tiendas durante una lluvia de burbujas.
La gente pululaba en el recién inaugurado centro comercial amenizado por música, caminando entre aparadores, estatuas de animales y algunas que hacían referencia, de manera forzada y mercantilizada, a partes del pasado prehispánico de México. En la planta baja, caminaban a los costados de una jardinera que divide el pasillo en dos y en la cual hay máquinas de burbujas que llovían cerca de los transeúntes. Se formaba una escena de estilo de un promocional televisivo, como si esa pulcritud arquitectónica se reprodujera en todo el espacio, dando lugar a una felicidad que se vivía entre tiendas durante una lluvia de burbujas.
Ese desplante de pulcritud y felicidad ligada al consumo, sin embargo, no pudo mantenerse. Y no es que fuera falso ni artificial, sino que fue desvelado como eso que también era, un coto hacia el exterior y un filtro simbólico. Mientras que el festejo organizado para ciertas formas de consumo sucedía al interior, afuera una conglomeración de gente protestaba la inauguración. Eran vecinos del Pueblo de Xoco, lugar donde se impuso Mítikah, y acompañantes opositores al proyecto. Desnudaban con sus consignas y mantas que la pulcritud y felicidad que se presentaba al interior existían en función de su desgracia y estaban repletas de clasismo. Porque el clasismo no sólo existe como aporofobia, sino como todo aquello que permita la reproducción de sus condiciones de posibilidad. Y esto incluye los procesos de gentrificación.
En las mantas se plasmaba: “Masacre en Xoco por inmobiliarias voraces” y “Monumento a la corrupción inmobiliaria” seguido del nombre del alcalde de la demarcación, acompañando a éstas sonaban diatribas contra la Jefa de Gobierno de la ciudad; y con ello identificaban a sus antagonistas: autoridades de distintos niveles y empresas inmobiliarias. De forma más abstracta podría decirse, el Estado y el capital. Y es que ambos son agentes preponderantes en la imposición de un proyecto urbano que pone en peligro la continuidad de los vecinos en su lugar de arraigo, que modifica las formas de consumo drásticamente dirigiéndolas hacia un sector socioeconómico de mayores ingresos y, así, encareciendo la vida de manera general.
En las mantas se plasmaba: “Masacre en Xoco por inmobiliarias voraces” y “Monumento a la corrupción inmobiliaria” seguido del nombre del alcalde de la demarcación, acompañando a éstas sonaban diatribas contra la Jefa de Gobierno de la ciudad; y con ello identificaban a sus antagonistas: autoridades de distintos niveles y empresas inmobiliarias. De forma más abstracta podría decirse, el Estado y el capital. Y es que ambos son agentes preponderantes en la imposición de un proyecto urbano que pone en peligro la continuidad de los vecinos en su lugar de arraigo, que modifica las formas de consumo drásticamente dirigiéndolas hacia un sector socioeconómico de mayores ingresos y, así, encareciendo la vida de manera general.
Al mismo tiempo, reivindicaban su carácter de Pueblo Originario. Reivindicación que contenía tres intenciones y reclamos interrelacionados: mostrar las anomalías en los procesos de consulta para poder efectuar el proyecto - no la hubo-; por la negación, por parte de autoridades, de la categoría de “pueblo originario” y las identidades que conlleva esta y, en consonancia con esto, como una exaltación identitaria.
La conglomeración no era muy grande, los vecinos del lugar eran pocos. No es de extrañar, es un movimiento social que ha sido mermado por varias razones. El razonable agotamiento de un movimiento por el tiempo, ya que llevan más de una década en lucha contra Mítikah. Mantenerse en permanente resistencia no es sencillo, menos aún si las inmobiliarias han provocado rencillas internas a partir de dadivas individualizadas. A lo que debe agregarse actos de intimidación y agresión física contra los vecinos. Todo ello hace que una lucha ya bastante desigual lo sea aún más.
Sin embargo, esto no borra sus logros. Los vecinos organizados, representantes de un pequeño pueblo urbano, aislado entre grandes avenidas que invisibilizan sus relaciones para exaltar las del “desarrollo citadino” con plazas comerciales, agencias de autos y, más recientemente, altos edificios dirigidos a clases medias-altas y altas lograron que la inmobiliaria Ideurban desistiera de continuar con el megaproyecto Mítikah.
A pesar de ello, eso no detuvo la voracidad inmobiliaria, ni mucho menos al modelo de ciudad que, asentado en el discurso del desarrollo y la sustentabilidad, mantiene a la vivienda y al suelo urbano en calidad de mercancía y medio para la especulación (o inversión, dependiendo de quién lo califique). Así, Fibra UNO, el Fideicomiso de Inversión en bienes raíces más grande de Latinoamérica, adquirió el proyecto y continuó con el proceso de despojo, gentrificación y desarraigo. Como en un videojuego después de superar un adversario, la situación se agrava y el contrincante se vuelve más difícil de vencer que el anterior.
Así aparece una paradoja. Por un lado, se encuentra la esperanza y la vitalidad inherente a una resistencia contra un acto injusto. Por el otro, la desesperanza y la impotencia ante relaciones de poder completamente dispares.
Sin embargo, esto no borra sus logros. Los vecinos organizados, representantes de un pequeño pueblo urbano, aislado entre grandes avenidas que invisibilizan sus relaciones para exaltar las del “desarrollo citadino” con plazas comerciales, agencias de autos y, más recientemente, altos edificios dirigidos a clases medias-altas y altas lograron que la inmobiliaria Ideurban desistiera de continuar con el megaproyecto Mítikah.
A pesar de ello, eso no detuvo la voracidad inmobiliaria, ni mucho menos al modelo de ciudad que, asentado en el discurso del desarrollo y la sustentabilidad, mantiene a la vivienda y al suelo urbano en calidad de mercancía y medio para la especulación (o inversión, dependiendo de quién lo califique). Así, Fibra UNO, el Fideicomiso de Inversión en bienes raíces más grande de Latinoamérica, adquirió el proyecto y continuó con el proceso de despojo, gentrificación y desarraigo. Como en un videojuego después de superar un adversario, la situación se agrava y el contrincante se vuelve más difícil de vencer que el anterior.
Así aparece una paradoja. Por un lado, se encuentra la esperanza y la vitalidad inherente a una resistencia contra un acto injusto. Por el otro, la desesperanza y la impotencia ante relaciones de poder completamente dispares.