Los combates de los vecinos del Trevi
diciembre 19, 2019Gentrificación miradas desde la academia y la ciudadanía
enero 7, 2020El Zócalo como espacio para la experiencia estética de lucha. Crónica del 29N
Lidia Malagón[1]
Imagina vendarte voluntariamente los ojos en pleno Zócalo rodead@ de personas desconocidas. Imagina que, lejos de sentir miedo, te sientes más segur@ y fuerte que en tantos otros espacios de la ciudad, feliz incluso. Eso vivimos el pasado 29 de noviembre. No sé cuántas mujeres, mayormente entre 16 y 35 años, con hij@s en brazos o trágicamente ausentes, nos concentramos en un espacio, donde pasa tanto y de todo (inserte usted aquí sus propias vivencias).
La organización espontánea nos convocó para reproducir el canto “Un violador en tu camino”, que días antes –el 25-N, El Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer-se había hecho viral en redes. Lo que fue una emotiva intervención en Santiago de Chile –coordinado por el colectivo “Lastesis”- comenzó a presentarse, a adaptarse, en muchas otras ciudades más, en plazas públicas y escuelas principalmente.
En la Alameda de la CDMX arrancaron los ensayos alrededor de las 15 hrs. Ya en ese momento, quienes respondimos a la convocatoria traíamos la canción -y el pañuelo verde- en la cabeza. Había que ponerse de acuerdo en la “mexicanización” de ciertas palabras; sustituir “los pacos” por “la tira”, o “femicidio” por “feminicidio”, por ejemplo. Subí al kiosko para reconocer el esfuerzo de las coordinadoras, ya enronquecidas. Ningún megáfono, ninguna voz por encima de la otra, simbólico, como todo aquella tarde. La coreografía importaba porque había que señalar hacia dónde estaba el inmueble que representaba a “la tira, a los jueces y al presidente”. Por cierto que un hombre me pidió que subiera con él al kiosko, “para sentirse seguro”; sonrío y accedo.
La organización espontánea nos convocó para reproducir el canto “Un violador en tu camino”, que días antes –el 25-N, El Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer-se había hecho viral en redes. Lo que fue una emotiva intervención en Santiago de Chile –coordinado por el colectivo “Lastesis”- comenzó a presentarse, a adaptarse, en muchas otras ciudades más, en plazas públicas y escuelas principalmente.
En la Alameda de la CDMX arrancaron los ensayos alrededor de las 15 hrs. Ya en ese momento, quienes respondimos a la convocatoria traíamos la canción -y el pañuelo verde- en la cabeza. Había que ponerse de acuerdo en la “mexicanización” de ciertas palabras; sustituir “los pacos” por “la tira”, o “femicidio” por “feminicidio”, por ejemplo. Subí al kiosko para reconocer el esfuerzo de las coordinadoras, ya enronquecidas. Ningún megáfono, ninguna voz por encima de la otra, simbólico, como todo aquella tarde. La coreografía importaba porque había que señalar hacia dónde estaba el inmueble que representaba a “la tira, a los jueces y al presidente”. Por cierto que un hombre me pidió que subiera con él al kiosko, “para sentirse seguro”; sonrío y accedo.
Cada palabra importaba, cada una se ligaba a un paso de baile, uno sencillo, que ya invitaba al CUERPO a manifestarse. Muchas cuerpas congregadas se trasladaron a la cita en el Zócalo, por Av. 5 de mayo, donde la mayoría de los comercios estaban cerrados, temerosos quizás de que se llevaran a cabo pintas y destrozos como se había registrado recientemente en otras convocatorias. Esta fue diferente; fue más una experiencia estética, por antonomasia, política.
Para las 5 de la tarde ya comenzábamos a formarnos en hileras; sorprendía la disciplina para hacerlo. Las mujeres a tu alrededor se convertían en tus cómplices inmediatas, de ensayo, de acordeón con la letra impresa, de aclaración sobre las modificaciones a la letra, que igualmente se corrían de voz en voz. “5:35” se empezó a corear para anunciar la hora en que se entonaría el canto. Antes, las compañeras que venían del ensayo irrumpieron en el Zócalo, en una entrada masiva, cual ejército triunfante.
Nuevamente había que repasar hacia dónde señalar. Adaptarse a la geografía distinta del ensayo. Éramos muchas más, ahora formadas viendo (para luego dejar de ver) hacia el Palacio Nacional. La catedral (“los curas”) nos quedaba a mano izquierda, “el presidente” de frente; los jueces “hacia los tribunales”; no estaba claro hacia dónde era eso. Había que mejorar nuestro sentido de la orientación, también nuestro oído musical.
Para las 5 de la tarde ya comenzábamos a formarnos en hileras; sorprendía la disciplina para hacerlo. Las mujeres a tu alrededor se convertían en tus cómplices inmediatas, de ensayo, de acordeón con la letra impresa, de aclaración sobre las modificaciones a la letra, que igualmente se corrían de voz en voz. “5:35” se empezó a corear para anunciar la hora en que se entonaría el canto. Antes, las compañeras que venían del ensayo irrumpieron en el Zócalo, en una entrada masiva, cual ejército triunfante.
Nuevamente había que repasar hacia dónde señalar. Adaptarse a la geografía distinta del ensayo. Éramos muchas más, ahora formadas viendo (para luego dejar de ver) hacia el Palacio Nacional. La catedral (“los curas”) nos quedaba a mano izquierda, “el presidente” de frente; los jueces “hacia los tribunales”; no estaba claro hacia dónde era eso. Había que mejorar nuestro sentido de la orientación, también nuestro oído musical.
Los aplausos para marcar el ritmo cobraban diferentes compases, lo mismo pasaba con la simple consigna de contar hasta ocho (sí, pero ¿en qué octava?, pienso con sorna). Para entonces, risas nerviosas, ensayos improvisados, dudas, ajuste de vendas en los ojos, de una compañera a otra. Quienes apenas unos minutos antes eran desconocidas, habían pasado a ser compañeras en quienes confiabas “ciegamente”, porque sororas.
El ánimo era difícil de definir. Era una fiesta pero también un homenaje a las que no estaban; un reclamo de justicia, lo mismo que una experiencia eufórica de baile, era el montaje de una tabla rítmica como en la escuela, como cuando niñas.“ Duerme tranquila, niña inocente sin preocuparte del bandolero que por tu sueño dulce y sonriente hacemos arte callejero”, cantaríamos.
Las 5:35 y desde el frente (de batalla) se escucha el canto; se secunda desde el siguiente frente (las formaciones del centro de la plaza); el último contingente se incorpora al canto, que para entonces avanzaba sin esperarlas. Se detiene todo. Se toma consciencia de la discordancia. Segundo intento. No se escucha la señal de comienzo, ni del silbato, ni de los tambores prehispánicos que se incorporaron de última hora para marcar el ritmo –según algunas, yo nunca los vi, pero me gusta la idea y la reproduzco-. Sucede lo mismo. Cantabas mientras escuchabas que unas iban por delante y otras por detrás de tus versos, pero ya nadie nos detenía. Ahí ya lo hemos entendido; cada una está allí, con su ritmo, con su baile, con su entorno, con su vestimenta, con su izquierda señalada, con su deconstrucción. Todo es propio, y se comparte. La experiencia sonora se iba afinando, oleadas de voces de morras colorean el espacio; es el canon en performance.
Y hago pausa para definir “el canon”, y repensarlo para el movimiento feminista, como: «una forma de composición de carácter polifónico, en el que una voz interpreta una melodía, y es seguida, a distancia de ciertos compases, por sucesivas voces que interpretan esa misma melodía, pudiendo estar dicha melodía escrita a un intervalo diferente, e incluso transformada » (melomanos.com).
Lo que se representó aquellos días por el mundo, en tantos espacios “apropiados” (juegue aquí con la acepción), era una más de “las formas”, el fondo fue mucho más.
El ánimo era difícil de definir. Era una fiesta pero también un homenaje a las que no estaban; un reclamo de justicia, lo mismo que una experiencia eufórica de baile, era el montaje de una tabla rítmica como en la escuela, como cuando niñas.“ Duerme tranquila, niña inocente sin preocuparte del bandolero que por tu sueño dulce y sonriente hacemos arte callejero”, cantaríamos.
Las 5:35 y desde el frente (de batalla) se escucha el canto; se secunda desde el siguiente frente (las formaciones del centro de la plaza); el último contingente se incorpora al canto, que para entonces avanzaba sin esperarlas. Se detiene todo. Se toma consciencia de la discordancia. Segundo intento. No se escucha la señal de comienzo, ni del silbato, ni de los tambores prehispánicos que se incorporaron de última hora para marcar el ritmo –según algunas, yo nunca los vi, pero me gusta la idea y la reproduzco-. Sucede lo mismo. Cantabas mientras escuchabas que unas iban por delante y otras por detrás de tus versos, pero ya nadie nos detenía. Ahí ya lo hemos entendido; cada una está allí, con su ritmo, con su baile, con su entorno, con su vestimenta, con su izquierda señalada, con su deconstrucción. Todo es propio, y se comparte. La experiencia sonora se iba afinando, oleadas de voces de morras colorean el espacio; es el canon en performance.
Y hago pausa para definir “el canon”, y repensarlo para el movimiento feminista, como: «una forma de composición de carácter polifónico, en el que una voz interpreta una melodía, y es seguida, a distancia de ciertos compases, por sucesivas voces que interpretan esa misma melodía, pudiendo estar dicha melodía escrita a un intervalo diferente, e incluso transformada » (melomanos.com).
Lo que se representó aquellos días por el mundo, en tantos espacios “apropiados” (juegue aquí con la acepción), era una más de “las formas”, el fondo fue mucho más.
[1] Licenciada en Sociología por la UNAM y Maestra en Planeación y Políticas Metropolitanas por la UAM. Actualmente cursa estudios de doctorado en urbanismo en la UNAM. Sus líneas de investigación son: conflictos urbanos e instrumentos de planeación urbana.
* Fotografías de Stephanie Brewster Ramírez